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8 de enero de 2018

Mayorías y minorías: Catalunya



Tiempo estimado de lectura: 10 minutos

Desde que Aristóteles describiera al ser humano como zoon politikon en La Política hace algo más de 2.300 años, o incluso desde antes (véase La República de Platón, maestro de Aristóteles), la idea de convivir, vivir en un conjunto, ha ocupado las reflexiones de los pensadores del momento. Dicho concepto aristotélico se refiere a la capacidad de relacionarse políticamente, constituir sociedades, rasgo característico de (el hombre) la Mujer que la diferencia de los animales, tanto la Mujer como los animales son sociales, sin embargo, tan solo la primera es política.

Es importante retener estas dos concepciones de la naturaleza del ser humano, la social, que constituye la base de la educación, y la política, que contribuye a la extensión de susodicha educación; porque, como veremos más adelante, son dos elementos fundamentales en cuanto a la construcción y salud del sistema democrático.

La constitución de una sociedad ha sido teorizada en casi infinitas ocasiones, el contrato social en sus múltiples formas desde el ya mencionado Platón, pasando por Hobbes, Locke y acabando en Rousseau, e incluso teorías modernas como el marxismo han intentado encontrar el conatus que legitima la implementación o fundación de la fórmula “democrática” (en sentido amplio).

Sin embargo, tal y como apunta Rosanvallon (2010: 189), la democracia no se sustenta por sí misma. Es por esto por lo que la democracia como recipiente –no vacío de valores, pero siendo éstos esquemáticos– tiene la capacidad (y necesidad) de combinarse con una o más ideologías que den contenido al esqueleto de los procesos y valores que contiene; así lo entendió Giovanni Sartori en ¿Qué es la democracia?, un sistema político que intenta hacer efectivas la igualdad y la libertad (de un modo distinto en función de la ideología predominante) y un conjunto de procedimientos de decisión (Sartori, 2012).

Lo que dichas ideologías le aportan es el vínculo emocional que  se crea al identificar un enemigo común (en el machismo es la mujer, en el neoliberalismo la intervención del Estado), un vínculo que cumple la función racional del contrato social y permite soportar las deficiencias democráticas. Mientras que la ideología desempeña la función social aristotélica que hemos apuntado antes, la democracia hace lo propio con la política.

Pero su creación no es el único aspecto conflictivo, ni mucho menos el más importante. Parece lógico que dicho título se otorgue a la esencia misma de la democracia, la definición de la legitimidad y su consecuencia en el funcionamiento del sistema. La legitimidad era concebida tiempo atrás como una derivación únicamente posible de la unanimidad, ergo los conflictos suponían perturbaciones artificiales e indeseables para el buen desarrollo de la vida en conjunto (Rosanvallon, 2010: 52). De ello se extraen dos reflexiones, en primer lugar, el requisito de la unanimidad, por razones obvias como la necesidad de funcionamiento, se ha transformado en el de la mayoría cayendo en el riesgo de viciarse. Emma Goldman denunciaba en Anarquismo y otros ensayos la tendencia hacia la cantidad:
“La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad. Todas esas cantidades, en vez de hacer la vida más confortable y plácida, no hicieron más que aumentar para el hombre la mole de sus preocupaciones angustiosas. En política nada más que cantidad; esto sólo importa. […] El que obtenga el éxito final será proclamado victorioso por la mayoría” (Goldman, 1910: 75).
Y es que parece que la teorización de James Madison sobre mayorías y minorías, donde la democracia no es en ningún caso el poder absoluto de la mayoría, sino el compromiso con los derechos de las minorías (Cuevas-Fernández, 2009), no ha quedado patente de igual forma en la práctica estadounidense a pesar de recoger dentro de los parámetros de la democracia constitucional una serie de limitaciones institucionales y sociales al gobierno de la mayoría.

Si reducimos esa lógica a su mínima expresión no obtendremos otra cosa que una suerte de herramienta aritmética de la que nos servimos para trampear el conflicto, así se pregunta Sartori (2012) ¿qué cualidad ética añade un voto para tener la virtud mágica de convertir en correcto el querer de 51 y en incorrecto el de 49? La lógica de la mayoría debe ser siempre el último recurso, pues ésta pone a prueba la democracia en cada envite, mientras que el consenso o la negociación desgastan en menor medida.

Para salvaguardar la posición de las minorías, las constituciones, como hemos dicho, limitan el poder mayoritario reconociendo una serie de derechos y libertades fundamentales e individuales (puesto que la individualidad es la mayor expresión de minoría). Si bien es cierto que las consecuencias de estos derechos y libertades, por muy individuales que sean, tienen una repercusión en el colectivo permitiendo que la minoría de hoy pueda ser la mayoría de mañana.

Además, la minoría no goza solo de derechos y libertades que la protegen ante una posible agresión mayoritaria, también tienen deberes. El mayor deber ante el que tienen que responder es el de la crítica, el control y el contrapeso de la opinión pública y el ejercicio de gobierno. Pero también corremos un riesgo, en sistemas pluralistas se puede dar la situación en la que un gobierno de mayoría relativa necesite del apoyo de minorías para lograr sus propósitos, es entonces cuando las minorías son dotadas de una importancia mayor de la “merecida” en cuanto a representación social y es posible que la minoría presente una oposición salvaje que obstruya de forma indiscriminada el desarrollo de la gestión de gobierno. Como todo lo que rodea y forma la democracia –y eso es algo que hemos aprendido durante este curso–, no se trata de algo blanco o negro, sino que el ideal se mueve entre escalas de grises; como dijo Miguel de Unamuno, “yo soy mi mayoría y no siempre tomo las decisiones por unanimidad”.

Volviendo a Emma Goldman, la cantidad no implica calidad, de hecho, en la mayoría de los casos estos dos elementos conforman un juego de suma cero. La mayoría, por el mero hecho de serlo, no toma buenas decisiones, puesto que, de acuerdo con Manuel Arias Maldonado (2016), en la toma de decisiones hay más de sentimental (no racional) que de racional. Por eso, y esto conecta con la segunda de las reflexiones inducidas por la cita de Rosanvallon, resulta interesante ver la evolución que ha sufrido la percepción de pluralismo o la existencia de minorías. Parecería un avance democrático pasar de considerarlo indeseable a necesario, sin embargo, hay un elemento esencial para que la transición de la unanimidad a la mayoría sea legítima y sin la cual el pluralismo se convierte en fragmentación, la cohesión (el sentimiento de unidad).

De forma ideal, para dotar de legitimidad una decisión la mayoría que apoya la misma debe rendir cuentas de algún modo por ello, debe justificarlo ante la minoría y ésta debe sentir que lo fundamental de sus intereses está cubierto igualmente en esa decisión aunque no fuera la suya. Cuando el sentimiento de unidad, de “unanimidad” desaparece con la fragmentación, y según las teorías de elección racional el individuo busca su interés personal descuidando al resto, la solidaridad necesaria para soportar los golpes del conflicto de intereses se desvanece y presenciamos un inexorable empobrecimiento democrático.

En un intento de encontrar paralelismos de lo teórico y abstracto en lo práctico y real, nos proponemos identificar algunas de las reflexiones descritas aquí en un caso, aunque de sobras manido, de actualidad y gran interés, el referéndum catalán sobre la independencia.

Como apuntábamos antes al respecto de la oposición de la minoría, es difícil encontrar un equilibrio entre los derechos de ésta y la voluntad mayoritaria. ¿Cómo hacer sentir a la minoría parte de la decisión tomada si dicha decisión va en contra de sus intereses?

Aunque no tenemos la respuesta perfecta, puesto que no la hay, sí debemos tener en cuenta en qué posición se encuentra la minoría resultante de esa cuestión. Si la minoría con la que nos encontramos tiene posibilidades reales de aumentar su apoyo hasta convertirse en mayoría en un futuro, tan solo deberíamos ser considerados con su propuesta e integrarla en la medida de lo posible en la ganadora. En cambio, si esta minoría no tiene la capacidad de cambiar su estatus, en pro de los derechos ya mencionados no debería aplicársele la voluntad de la mayoría restante, aunque mayoría sea, ya que eso lo convertiría en la tiranía de la mayoría, más que en democracia.

Trasladando esta cuestión al tema soberanista, hay quien defiende, ante un posible resultado en favor de la independencia en el hipotético referéndum, que la supuesta mayoría catalana pro independentista abusando de su estatus impondría su opción, la independencia de Catalunya, a la minoría, sin respetar sus derechos como tal, y que se debería, incluso, dar preferencia a la voluntad minoritaria por encima de la más apoyada.

Pues bien, este argumento parte de una mala interpretación, probablemente voluntaria, de la lógica democrática. La minoría en favor del statu quo, en caso de serlo, tiene plenas posibilidades de convertirse en mayoría, de hecho, aparentemente, lo ha sido mucho tiempo, así que puede volver a serlo. Por tanto, esta minoría no es del tipo a proteger de la posible tiranía mayoritaria.

En cambio, existe otro recurso discursivo, en esta ocasión cuestionando la consulta, que consiste en sostener que la decisión sobre la forma de organización que debe regir en Catalunya no corresponde tan solo a los catalanes y habitantes de Catalunya, sino que la potestad es del estado español por completo, puesto que les afectaría de forma indirecta.

También en este caso, la tesis es antidemocrática. Catalunya es, dentro del estado español, una minoría por definición. Aunque, en el mejor de los escenarios imaginables, todos los habitantes de Catalunya estuvieran de acuerdo y a favor de declarar un estado independiente, estarían tremendamente alejados de conseguir una posición mayoritaria dentro del estado. Por ende, se trata de una minoría con incapacidad de convertirse en mayoría, por lo tanto, a proteger; más aún si, teniendo en cuenta que es una minoría territorializada, se le respeta el derecho a la autodeterminación como pueblo con el fin de evitar que una nación mayor establezca y perpetúe una relación de dominación sobre ésta.

6 de enero de 2018

Los dos infiernos de Antonio Elorza



Tiempo estimado de lectura: 10 minutos


Antonio Elorza, catedrático en Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, escribió recientemente un panfleto en forma de tribuna en El País, coherentemente. En éste se hacía un resentido ataque hacia el origen y desarrollo del socialismo soviético, también conocido como socialismo real. Sorprendidos por la desfachatez de la que hace gala el autor en poco más de 700 palabras, hemos decidido realizar aquí un superficial, sin embargo necesario, análisis del discurso desempeñado por, el que debiera ser, un intelectual riguroso (aun en una tribuna de un periódico de tirada plurinacional).

Antes de entrar en materia es de recibo una pequeña introducción biográfica, para el señor Elorza será suficiente con recordar su trayectoria ideológico-política. Partió del marxismo-leninismo más ortodoxo del PCE vasco, en el que militó desde 1977 hasta su expulsión cuatro años más tarde, a finales de 1981; tras dicho episodio pasó a formar parte de la fundación de Izquierda Unida, de la cual se desvinculó notablemente al apoyar de forma pública la candidatura de UPyD y su número 1, Rosa Díez en 2008. Actualmente es un firme defensor de la Constitución Española de 1978 y de la indisolubilidad del Estado patente en ella, por consiguiente, también se presenta como opositor a las posturas nacionalistas no españolistas dentro del Estado español.


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Al conmemorar el centenario de la Revolución de Octubre conviene recordar algo: lo contrario del infierno no es necesariamente el paraíso, sino que con frecuencia suele ser otro infierno. La observación debe aplicarse a la justificación más utilizada para esconder la barbarie practicada por el comunismo soviético, cuando se le compara con el más brutal de los fascismos, el nacionalsocialismo de Hitler. El espontáneo defensor añadirá que de esa pesadilla se libró el mundo gracias a la victoria de la URSS guiada por Stalin, olvidando el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939. 

En la primera línea ya nos ha dejado clara su intención, escribe sobre un día señalado en el imaginario socialista para aguar la fiesta, el Grinch de la izquierda. Será con frecuencia si Elorza lo dice, pero no resulta fácil imaginar muchos casos en que lo contrario a algo terrible sea otra cosa terrible, sinceramente. En cuanto a la justificación, que gracias a la URSS se derrotó al fascismo te lo dirá un marxista en 2018, el 57% de los franceses en 1945 o el propio Roosevelt en 1943: 
En nombre del pueblo estadounidense, quiero comunicar al Ejército Rojo, en su XXV aniversario, nuestra profunda admiración por sus logros, que no tienen parangón en la historia.[…] El Ejército Rojo y el pueblo ruso han encauzado a las fuerzas de Hitler hacia la derrota y se han ganado la admiración del pueblo de Estados Unidos.” (Butler, 2007: 189)
Es conocida la intención de Hitler por invadir el territorio soviético por lo que Stalin accedió a firmar el pacto de no agresión basándose en que es preferible una paz insatisfactoria a una horrible guerra, en cualquier caso, tras la negativa de Francia y Reino Unido a formar un frente común. No olvidamos el pacto, tan solo lo contextualizamos.

Una vez conocido el componente terrorista de la política de Lenin, tras la apertura parcial de los archivos de Moscú, se desvanece la imagen del gran revolucionario, cuyos excesos serían explicables por la guerra civil, contrapuesto al criminal que desvirtuó transitoriamente la gran obra de construcción del “socialismo real”. En el marxismo soviético, como en el nazismo, el terror fue consustancial al sistema. Y no es una cuestión secundaria en la medida que siguen existiendo organizaciones políticas que se refugian detrás de su ocultamiento, con el santo propósito de destruir la democracia, en nuestro caso “el régimen de 1978”, ‘actualizando la desestabilización practicada por aquel “calvo genial”. La broma es como para ser tomada en serio.

Volvemos a la igualación más rastrera, abstracta y subjetiva. No contento con ello, pretende tachar de antidemocráticos por igual a los partidos marxistas (esto es desde socialdemócratas hasta leninistas) y a los fascistas, puesto que ambos grupos pueden atentar contra el esquema de fuerzas de 1978 y el sistema pseudodemocrático que surgió del mismo.
Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo. - Thomas Mann
A estas alturas del artículo Elorza ya ha puesto las cartas sobre la mesa, identifica el ideal democrático con el régimen del 78 y emprende una cruzada cual converso, en contra de los que hace unos años eran "los suyos".

Un criminal político no exculpa a su oponente. Hitler o Mussolini no justifican a Stalin o a Lenin, ni a la inversa. Todos establecieron regímenes totalitarios donde el correlato del monopolio de poder en manos del partido-Estado fue el aplastamiento de los derechos humanos hasta llegar al genocidio. 

Al respecto del totalitarismo, Raymond Aron recoge el testigo de Hannah Arendt y en su obra Democracia y totalitarismo ofrece cinco características del totalitarismo que pasamos a extrapolar al susodicho régimen del 78:

1. Un único partido posee el monopolio de la actividad política legítima.

       PP y PSOE han jugado un papel bipartidista y continuista en cuestiones centrales actuando así como un solo partido -como el Partido Conservador y el Partido Liberal de la Restauración- hasta la llegada de nuevos partidos en 2012 si se quiere, o incluso hasta día de hoy, puesto que ninguno de estos nuevos partidos ha logrado formar gobierno aún.

2. Dicho partido único está armado de una ideología que le confiere una autoridad absoluta.

       PP y PSOE son los partidos constitucionalistas, armados con una constitución (que les confiere una autoridad absoluta) caduca, retrógrada y desvirtuada casi por completo.

3. El estado se reserva el monopolio de los medios de persuasión y coacción, los medios de comunicación son dirigidos por el estado (en concreto las telecomunicaciones).

       La aplicación del artículo 155 en Catalunya y la ingente desinformación promovida por los medios del régimen son un perfecto ejemplo de ello.

4. La economía, al menos en gran parte es controlada por el estado y se convierte en parte del estado mismo.

       La economía está controlada por las elites de dicho régimen extrayendo el beneficio de cualquier actividad y socializando las pérdidas, como Bankia o Telefónica.

5. Politización de toda actividad, terror. Las faltas cometidas por los individuos en el marco de una actividad económica o profesional son simultáneamente faltas ideológicas. Esto entraña una conversión en ideológicas de todas las faltas o delitos cometidos por los individuos que lleva a un terror ideológico y policial.

       ¿Los 13 raperos de La Insurgencia, no han sido juzgados por motivos de este tipo?

Sorprende que pudiendo compartir categoría, el ideal democrático del autor y el peor infierno jamás imaginado por el mismo le parezcan realidades opuestas y completamente distintas. Si bien es cierto que en este caso no podríamos hablar de genocidio en masa, no obstante, los más de 50 feminicidios, 500 trabajadores que murieron a causa de accidentes laborales, y 1.160 defunciones por accidentes de tráfico este 2017 o las muertes provocadas fuera de los márgenes estatales por actores españoles son producto de un sistema económico y político concreto, pero no hay tribunas de Elorza denunciando un sistema consustancialmente asesino como es el que defiende, brutalmente cruel aun en el siglo XXI, con el desarrollo que esto implica, y en un época de relativa bonanza, ventajas de las que no disfrutaba la  URSS.

En el caso del comunismo, es preciso ampliar el espacio iluminado más allá del estalinismo. Tanto para el interior del sistema soviético como hacia su exterior. Hoy sabemos que la eliminación del adversario no fue una táctica aplicada excepcionalmente a Trotski. Venía de antes y siguió vigente hasta los años setenta. Cualquier dirigente comunista que pensaba por su cuenta, disintiendo de la URSS, incluso los “queridos camaradas” al frente de “partidos hermanos”, podía ver su vida en peligro en un hospital soviético o por un camión que arrollaba su vehículo en tierras del “socialismo realmente existente”. Son los casos comprobados de Togliatti, al desobedecer a Stalin, de Berlinguer e incluso de figuras menos relevantes, como el “comandante Carlos” de nuestra Guerra Civil. “La NKVD no olvida”, sentenció este último. Y el Politburó del PCUS no perdona, cabría añadir.

El frame de "comunistas asesinos" resulta tentador, es comprensible, pero a un historiador se le puede exigir algo de transparencia, una mención a los innumerables asesinatos perpetrados por la CIA o la relación de Estados Unidos con los nazis para luchar contra la Unión Soviética habrían ayudado a no malinterpretar los hechos.

Y está el espacio exterior, habitualmente disociado de la URSS a la hora de establecer un balance general de la experiencia comunista. En particular, la segregación afecta al comunismo asiático, visto como si se hubiera tratado de una flor exótica. Tanto Kim Jong-un, como el Mao de los 40 millones de muertos en el Gran Salto Adelante o los jemeres rojos con 1,5 millones de víctimas sobre ocho millones de camboyanos, son ramas del árbol del marxismo-leninismo. No pueden extraerse de la valoración global.

Clásico párrafo de todo discurso anticomunista de bar, los millones de muertos del comunismo. La cifras que se pueden oír provienen de El libro negro del comunismo, un recuento llevado a cabo por 6 historiadores en el que se alcanza la inverosímil cifra de 100 millones. Tras su publicación 3 de los 6 autores se desmarcaron de dicho recuento total y la igualación del comunismo y el nazismo (término que usaron ellos, no obstante, la comparación, 20 millones de muertos nazis contra 100 millones comunistas y 20 años de duración del régimen nazi contra 60 marxistas da una notable preferencia al nazismo) por parte de S. Courtois, el editor.

Elorza menciona a Kim Jong-un (Corea del Norte), Mao (China) y los Jemeres Rojos (Camboya), por lo que la cuenta de muertos del comunismo sumaría entre 42 y 45 millones a los de la URSS (igual de discutibles que los mencionados). Contrastemos brevemente dichas cifras.

Sobre Kim Jong-un, actual presidente de la República Popular Democrática de Corea del Norte, no vamos a extendernos, puesto que la manipulación y mentiras publicadas sobre su persona y el país por completo están más que evidenciadas.


En cuanto a Mao, sorprende que el autor no haya caído en adjudicarle 65 o incluso 70 millones de muertes, pues es la cifra que manejan muchos de los medios del Estado español. Aunque pensándolo bien, quizá solo se ha referido a las muertes que tuvieron lugar durante el Gran Salto Adelante y la hambruna consiguiente.



La única manera en que Mao pueda ser responsable directo de dichas muertes es que se olvide el tamaño poblacional de China a la vez que se les culpe de los desastres naturales acaecidos y de la política comercial asfixiante estadounidense.

El verano de 1959 el Huang He, el sexto río más largo del mundo, inundó la región este de China lo que provocó, por hambre o ahogamiento, el fallecimiento de aproximadamente 2 millones de personas tal y como apunta el Disaster Center. Además, a lo largo de 1960 más de la mitad de la tierra de cultivo se vio afectada por una gran sequía y fenómenos climatológicos adversos reflejados en la Encyclopædia Britannica. 


La suma principalmente de estos 2 acontecimientos redujo hasta en un 70% el nivel de producción de grano durante la mayor parte del Gran Salto Adelante (1958-1961) lo que provocó una hambruna terriblemente devastadora, la peor desde 1897. Sin embargo, podrían haberse paliado de no ser por el embargo comercial ejercido por Estados Unidos a China durante el periodo. Los norteamericanos limitaron las toneladas de grano que Canadá y Australia pretendían vender.


No hay consenso entre historiadores en cuanto al número total de muertes, mas la mayoría (Peng, Coale, Ashton et al., Banister, Becker, Cao, etc.) lo sitúan en torno a los 30 millones, a los cuales debemos restar 2 millones de las inundaciones comentadas. Por lo tanto, a la postre deberíamos contar con 28 millones de muertes sobre un total de más de 660 millones debidas a múltiples factores, difícilmente adjudicables de forma directa al comunismo.


Por último, el genocidio camboyano y quienes lo llevaron a cabo tienen, de facto, poco que ver con el comunismo. Pol Pot encabezando el ala más radical del PRPK obtuvo el apoyo popular suficiente para instaurar un régimen dictatorial y totalitario en Camboya gracias al rechazo generado hacia Estados Unidos por el intensísimo bombardeo al que sometieron al país, conocido como Operación Menú.


Pese a que dicho proyecto adaptó algunas de las ideas de la empresa maoísta, es una aberración considerar el populismo genocida y antimodernidad de Pol Pot uno de los ejercicios marxistas del momento.

Existía en el comunismo una diferencia sustancial del nazismo en cuanto a su dimensión teleológica: la emancipación de la humanidad frente al imperio de una raza. Esto resultó inútil para corregir al totalitarismo soviético en sus distintas variantes, pero explicaría la evolución del comunismo eurooccidental hacia la democracia y su papel positivo allí donde los comunistas se enfrentaron al fascismo. Pero es una tradición política agostada desde la década de 1980 y hoy sin influencia real sobre la izquierda en crisis.

Tampoco es aceptable creer que la experiencia fascista concluyó en 1945, ni siquiera que las democracias occidentales supieron mantener las promesas entonces formuladas. El mejor ejemplo lo ofreció la política norteamericana, creando escenarios infernales, de Indochina a Irak, especialmente bajo las presidencias de Nixon y Bush Jr., contribuyendo a asentar el horror de los neosultanismos prooccidentales (ejemplo, el de Mobutu en el Congo, a medias con Bélgica y Francia). La influencia de los fascismos, en su componente populista o en la negación radical de los derechos civiles y en la exaltación de líderes carismáticos, ha seguido difundiéndose bajo distintas máscaras políticas a escala mundial.


Y queda la variante del totalismo horizontal, fundado sobre una xenofobia cada vez más presente, incluso muy cerca de nosotros. Según nos enseña el budismo, cabe más de un infierno dentro del mismo marco ideológico. Incluso según muestra la tragedia de los rohingya en Birmania, puede existir un infierno construido desde una religión de paz.

Finalmente parece que tan malo como lo pintaba no sería el proyecto socialista cuando allí donde ganó terreno se dio paso a democracias más o menos progresistas, pero no solo eso, sino que la existencia de una alternativa real y viable al capitalismo más salvaje logró arrastrar la hegemonía hacia la izquierda obligando a las élites de distintos países a ceder en cuanto a derechos sociales. Y acabamos suscribiendo de la primera a la última palabra  de la siguiente intervención en Fort Apache por parte de Nines Maestro.