Desde que Aristóteles describiera al ser humano como zoon politikon en La Política hace algo más de 2.300 años, o incluso desde antes (véase La República de Platón, maestro de Aristóteles), la idea de convivir, vivir en un conjunto, ha ocupado las reflexiones de los pensadores del momento. Dicho concepto aristotélico se refiere a la capacidad de relacionarse políticamente, constituir sociedades, rasgo característico de (el hombre) la Mujer que la diferencia de los animales, tanto la Mujer como los animales son sociales, sin embargo, tan solo la primera es política.
Es importante retener estas dos concepciones de la naturaleza del ser humano, la social, que constituye la base de la educación, y la política, que contribuye a la extensión de susodicha educación; porque, como veremos más adelante, son dos elementos fundamentales en cuanto a la construcción y salud del sistema democrático.
La constitución de una sociedad ha sido teorizada en casi infinitas ocasiones, el contrato social en sus múltiples formas desde el ya mencionado Platón, pasando por Hobbes, Locke y acabando en Rousseau, e incluso teorías modernas como el marxismo han intentado encontrar el conatus que legitima la implementación o fundación de la fórmula “democrática” (en sentido amplio).
Sin embargo, tal y como apunta Rosanvallon (2010: 189), la democracia no se sustenta por sí misma. Es por esto por lo que la democracia como recipiente –no vacío de valores, pero siendo éstos esquemáticos– tiene la capacidad (y necesidad) de combinarse con una o más ideologías que den contenido al esqueleto de los procesos y valores que contiene; así lo entendió Giovanni Sartori en ¿Qué es la democracia?, un sistema político que intenta hacer efectivas la igualdad y la libertad (de un modo distinto en función de la ideología predominante) y un conjunto de procedimientos de decisión (Sartori, 2012).
Lo que dichas ideologías le aportan es el vínculo emocional que se crea al identificar un enemigo común (en el machismo es la mujer, en el neoliberalismo la intervención del Estado), un vínculo que cumple la función racional del contrato social y permite soportar las deficiencias democráticas. Mientras que la ideología desempeña la función social aristotélica que hemos apuntado antes, la democracia hace lo propio con la política.
Pero su creación no es el único aspecto conflictivo, ni mucho menos el más importante. Parece lógico que dicho título se otorgue a la esencia misma de la democracia, la definición de la legitimidad y su consecuencia en el funcionamiento del sistema. La legitimidad era concebida tiempo atrás como una derivación únicamente posible de la unanimidad, ergo los conflictos suponían perturbaciones artificiales e indeseables para el buen desarrollo de la vida en conjunto (Rosanvallon, 2010: 52). De ello se extraen dos reflexiones, en primer lugar, el requisito de la unanimidad, por razones obvias como la necesidad de funcionamiento, se ha transformado en el de la mayoría cayendo en el riesgo de viciarse. Emma Goldman denunciaba en Anarquismo y otros ensayos la tendencia hacia la cantidad:
“La multitud, el espíritu de la masa domina por doquier, destruyendo la calidad. Nuestra vida entera descansa sobre la cantidad, sobre lo numeroso: producción, política y educación. El trabajador, que en un tiempo tuvo el orgullo de la perfección y de la calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por un autómata incompetente, privado de cerebro, el cual elabora enormes cantidades de cosas sin valor ninguno, y generalmente insultantes, en su grosería y ordinariez, para la humanidad. Todas esas cantidades, en vez de hacer la vida más confortable y plácida, no hicieron más que aumentar para el hombre la mole de sus preocupaciones angustiosas. En política nada más que cantidad; esto sólo importa. […] El que obtenga el éxito final será proclamado victorioso por la mayoría” (Goldman, 1910: 75).
Y es que parece que la teorización de James Madison sobre mayorías y minorías, donde la democracia no es en ningún caso el poder absoluto de la mayoría, sino el compromiso con los derechos de las minorías (Cuevas-Fernández, 2009), no ha quedado patente de igual forma en la práctica estadounidense a pesar de recoger dentro de los parámetros de la democracia constitucional una serie de limitaciones institucionales y sociales al gobierno de la mayoría.
Si reducimos esa lógica a su mínima expresión no obtendremos otra cosa que una suerte de herramienta aritmética de la que nos servimos para trampear el conflicto, así se pregunta Sartori (2012) ¿qué cualidad ética añade un voto para tener la virtud mágica de convertir en correcto el querer de 51 y en incorrecto el de 49? La lógica de la mayoría debe ser siempre el último recurso, pues ésta pone a prueba la democracia en cada envite, mientras que el consenso o la negociación desgastan en menor medida.
Para salvaguardar la posición de las minorías, las constituciones, como hemos dicho, limitan el poder mayoritario reconociendo una serie de derechos y libertades fundamentales e individuales (puesto que la individualidad es la mayor expresión de minoría). Si bien es cierto que las consecuencias de estos derechos y libertades, por muy individuales que sean, tienen una repercusión en el colectivo permitiendo que la minoría de hoy pueda ser la mayoría de mañana.
Además, la minoría no goza solo de derechos y libertades que la protegen ante una posible agresión mayoritaria, también tienen deberes. El mayor deber ante el que tienen que responder es el de la crítica, el control y el contrapeso de la opinión pública y el ejercicio de gobierno. Pero también corremos un riesgo, en sistemas pluralistas se puede dar la situación en la que un gobierno de mayoría relativa necesite del apoyo de minorías para lograr sus propósitos, es entonces cuando las minorías son dotadas de una importancia mayor de la “merecida” en cuanto a representación social y es posible que la minoría presente una oposición salvaje que obstruya de forma indiscriminada el desarrollo de la gestión de gobierno. Como todo lo que rodea y forma la democracia –y eso es algo que hemos aprendido durante este curso–, no se trata de algo blanco o negro, sino que el ideal se mueve entre escalas de grises; como dijo Miguel de Unamuno, “yo soy mi mayoría y no siempre tomo las decisiones por unanimidad”.
Volviendo a Emma Goldman, la cantidad no implica calidad, de hecho, en la mayoría de los casos estos dos elementos conforman un juego de suma cero. La mayoría, por el mero hecho de serlo, no toma buenas decisiones, puesto que, de acuerdo con Manuel Arias Maldonado (2016), en la toma de decisiones hay más de sentimental (no racional) que de racional. Por eso, y esto conecta con la segunda de las reflexiones inducidas por la cita de Rosanvallon, resulta interesante ver la evolución que ha sufrido la percepción de pluralismo o la existencia de minorías. Parecería un avance democrático pasar de considerarlo indeseable a necesario, sin embargo, hay un elemento esencial para que la transición de la unanimidad a la mayoría sea legítima y sin la cual el pluralismo se convierte en fragmentación, la cohesión (el sentimiento de unidad).
De forma ideal, para dotar de legitimidad una decisión la mayoría que apoya la misma debe rendir cuentas de algún modo por ello, debe justificarlo ante la minoría y ésta debe sentir que lo fundamental de sus intereses está cubierto igualmente en esa decisión aunque no fuera la suya. Cuando el sentimiento de unidad, de “unanimidad” desaparece con la fragmentación, y según las teorías de elección racional el individuo busca su interés personal descuidando al resto, la solidaridad necesaria para soportar los golpes del conflicto de intereses se desvanece y presenciamos un inexorable empobrecimiento democrático.
En un intento de encontrar paralelismos de lo teórico y abstracto en lo práctico y real, nos proponemos identificar algunas de las reflexiones descritas aquí en un caso, aunque de sobras manido, de actualidad y gran interés, el referéndum catalán sobre la independencia.
Como apuntábamos antes al respecto de la oposición de la minoría, es difícil encontrar un equilibrio entre los derechos de ésta y la voluntad mayoritaria. ¿Cómo hacer sentir a la minoría parte de la decisión tomada si dicha decisión va en contra de sus intereses?
Aunque no tenemos la respuesta perfecta, puesto que no la hay, sí debemos tener en cuenta en qué posición se encuentra la minoría resultante de esa cuestión. Si la minoría con la que nos encontramos tiene posibilidades reales de aumentar su apoyo hasta convertirse en mayoría en un futuro, tan solo deberíamos ser considerados con su propuesta e integrarla en la medida de lo posible en la ganadora. En cambio, si esta minoría no tiene la capacidad de cambiar su estatus, en pro de los derechos ya mencionados no debería aplicársele la voluntad de la mayoría restante, aunque mayoría sea, ya que eso lo convertiría en la tiranía de la mayoría, más que en democracia.
Trasladando esta cuestión al tema soberanista, hay quien defiende, ante un posible resultado en favor de la independencia en el hipotético referéndum, que la supuesta mayoría catalana pro independentista abusando de su estatus impondría su opción, la independencia de Catalunya, a la minoría, sin respetar sus derechos como tal, y que se debería, incluso, dar preferencia a la voluntad minoritaria por encima de la más apoyada.
Pues bien, este argumento parte de una mala interpretación, probablemente voluntaria, de la lógica democrática. La minoría en favor del statu quo, en caso de serlo, tiene plenas posibilidades de convertirse en mayoría, de hecho, aparentemente, lo ha sido mucho tiempo, así que puede volver a serlo. Por tanto, esta minoría no es del tipo a proteger de la posible tiranía mayoritaria.
En cambio, existe otro recurso discursivo, en esta ocasión cuestionando la consulta, que consiste en sostener que la decisión sobre la forma de organización que debe regir en Catalunya no corresponde tan solo a los catalanes y habitantes de Catalunya, sino que la potestad es del estado español por completo, puesto que les afectaría de forma indirecta.
También en este caso, la tesis es antidemocrática. Catalunya es, dentro del estado español, una minoría por definición. Aunque, en el mejor de los escenarios imaginables, todos los habitantes de Catalunya estuvieran de acuerdo y a favor de declarar un estado independiente, estarían tremendamente alejados de conseguir una posición mayoritaria dentro del estado. Por ende, se trata de una minoría con incapacidad de convertirse en mayoría, por lo tanto, a proteger; más aún si, teniendo en cuenta que es una minoría territorializada, se le respeta el derecho a la autodeterminación como pueblo con el fin de evitar que una nación mayor establezca y perpetúe una relación de dominación sobre ésta.
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